Andrea Avery: Componer mi vida
La semana pasada en la Conferencia de campeones, Andrea Avery, autora y voluntaria de la Fundación residente en Arizona, compartió su conmovedora historia, en la que se entrecruzan su pasión por el piano y la artritis. Además de compartir su historia personal con cientos de voluntarios en Phoenix, también conoció y tocó junto a su inspiración, Byron Janis, maestro y renombrado pianista. El siguiente es un extracto de su libro «Sonata: A Memoir of Pain and the Piano».
El talento de Andrea Avery para el piano apareció cuando era una niña. Y también la artritis. En su inspiradora y más reciente autobiografía cuenta su historia.
Por Andrea Avery
Los primeros doce años de mi vida viví en otro cuerpo. En ese «antes», quería ser pianista. No era una locura creerlo. Gracias a cierta magia de la genética y el entorno, las teclas se alzaron para encontrarse con mis dedos, y la música llegó. Pero poco después, por algún milagro invertido de la genética y el entorno, la artritis reumatoide apareció.
Comenzar a tocar el piano a los siete años me dio una ventaja de cinco años sobre la artritis. E incluso, después de que la artritis apareciera a los doce, tuve algunos años de gracia. Dos años después del inicio de la artritis, cuando cursaba el octavo grado, interpreté el movimiento marche fúnebre de la Sonata para piano n.º 2 en si bemol menor de Chopin. Un juez me dio una puntuación perfecta de diez. El otro escribió que no debía tocar esa marcha fúnebre hasta que fuera mayor.
Cuando el dolor comenzó a manifestarse implacablemente y a diario, cuando la enfermedad ya había grabado sus cambios en la forma de mis dedos, alrededor de los quince o dieciséis años, lo único que conocía era el piano. No amaba nada, ni a nadie, más que al piano. Durante años, pude contrarrestar el dolor o la incomodidad con destreza y coordinación. Mis dedos eran extraordinariamente buenos antes de convertirse en extraordinariamente torpes.
En 1991, durante una sesión de arteterapia en la Conferencia sobre Artritis juvenil de la Arthritis Foundation, un equipo de sonido portátil que estaba en una esquina reproducía una emisora de música clásica, y me llamó la atención una pieza de piano. Nunca la había escuchado antes, pero enseguida me encantó. Al final de la pieza, el locutor dijo que era la Sonata en si bemol, D. 960 de Schubert. Compré la partitura de la sonata tan pronto como regresé. En los años siguientes, la sonata en si bemol se convirtió en mi obsesión.
Después de más de veinte años, me he convertido en la adulta que nunca imaginé ser. Vivo en una pequeña casa de estuco en el desierto, a miles de kilómetros de mi ciudad natal, Maryland. Mi cuerpo está lleno de cicatrices de los reemplazos articulares que me dijeron que eran inevitables. Pero me va bien.
Y tengo mi piano. Tras alquilar un pequeño piano vertical por varios años, contraté a una empresa de mudanzas para que me trajera el piano que mi abuela y mis padres me compraron cuando tenía dieciséis años, el Kawai. Mi madre le tomó fotos durante su estancia en Maryland, mientras le desatornillaban las patas, lo ponían de lado, y lo envolvían con mantas y correas. Mandó por correo cajas con las partituras de mi piano, y llegaron primero que el piano. Rebusqué entre las cajas un libro rojo en concreto, bastante deteriorado. Sabía lo que tocaría primero.
Por dos largas semanas el piano estuvo desaparecido, en un camión en medio del campo; luego, apareció. Cuando los de la mudanza se fueron, levanté la tapa y comencé a tocar Chopin, la marcha fúnebre que, cuando era una prometedora pianista adolescente hace tantos años, aún no había sentido tanta tristeza como para tocarla.
La elegí y, al principio, leí despacio; entonces, me di cuenta de que mis manos, que habían pasado por tantas cosas, aún la conocían. Mis dedos sabían dónde buscar las notas, aunque ya no podían alcanzarlas. Mis tendones, que estaban cortados y cosidos desde casi diez años antes, hacían su parte.
Cuando mis dedos se reencuentran con el piano, enseguida claman por Schubert. La Sonata, la pieza musical que más me gusta. Quizás haya una razón por la que esta sonata me cautivó cuando la escuché por primera vez en aquella conferencia hace más de veinte años, cuando aún soñaba con convertirme en una pianista clásica.
Si voy a vivir con artritis, me alegra mucho que el piano haya sido mi acompañante. Creo que el concertista Byron Janis se refería a los músculos y los tendones cuando lo citaron en Arthritis Today en 2010, donde dijo que «el piano es bueno para la artritis». Puede que el piano haya sido muy perjudicial para mi artritis. El exceso de práctica, cuatro horas al día, posiblemente provocó la rotura de mis tendones antes de tiempo; pero pienso que esos tendones, que ya eran frágiles a causa de la inflamación, al final terminarían rotos. Creo que el piano ha mantenido mis manos con artritis más fuertes y móviles que cualquier otra cosa. Además, el piano ha sido bueno para la artritis en un sentido más importante: el piano me ha dado un objetivo que alcanzar con mis manos artríticas, un motivo para no renunciar a mis dedos. Sin mis cinco años de ventaja, sin mi memoria muscular como pianista, probablemente me habría resignado a las únicas expectativas que da el fisioterapeuta en caso de manos enfermas como las mías: agarrar un bolígrafo o abotonar una camisa.
La música ha mejorado mi vida con artritis. Y quizás soy mejor artista de lo que era o habría sido, pero no a pesar de la artritis, sino a causa de ella. Quizá es necesario tener cicatrices para tocar correctamente a Schubert y Chopin. Quizá aquel juez, que hace mucho tiempo me dijo que no tenía edad para tocar la marcha fúnebre, tenía razón.
En mi primer semestre en la universidad, mi profesora, una poetisa llamada Catherine Hammond, escribió una nota al pie de mi primer ensayo, en el que narraba mi fracaso en el examen de piano:«Si llevas este tipo de música dentro, tu tarea será encontrar la manera. Puede que sea a través de la escritura».
No he dejado la música, pero reconozco que habrá épocas en mi vida en los que no pueda tocar el piano. Los momentos de silencio (su duración, su frecuencia, su peso) son los que dan sentido a los sonidos.
Tal vez no sea la pianista que deseaba ser, pero he encontrado mi voz. Supongo que, después de todo, soy compositora.
Extracto de «Sonata: A Memoir of Pain and the Piano», por Andrea Avery. Publicado por Pegasus Books, ©Andrea Avery. Reproducido con el permiso de la editorial. Todos los derechos reservados.
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Componer mi vida
El talento de Andrea Avery para el piano apareció cuando era una niña. Y también la artritis. En su inspiradora y más reciente autobiografía cuenta su historia.
Por Andrea Avery
Los primeros doce años de mi vida viví en otro cuerpo. En ese «antes», quería ser pianista. No era una locura creerlo. Gracias a cierta magia de la genética y el entorno, las teclas se alzaron para encontrarse con mis dedos, y la música llegó. Pero poco después, por algún milagro invertido de la genética y el entorno, la artritis reumatoide apareció.
Comenzar a tocar el piano a los siete años me dio una ventaja de cinco años sobre la artritis. E incluso, después de que la artritis apareciera a los doce, tuve algunos años de gracia. Dos años después del inicio de la artritis, cuando cursaba el octavo grado, interpreté el movimiento marche fúnebre de la Sonata para piano n.º 2 en si bemol menor de Chopin. Un juez me dio una puntuación perfecta de diez. El otro escribió que no debía tocar esa marcha fúnebre hasta que fuera mayor.
Cuando el dolor comenzó a manifestarse implacablemente y a diario, cuando la enfermedad ya había grabado sus cambios en la forma de mis dedos, alrededor de los quince o dieciséis años, lo único que conocía era el piano. No amaba nada, ni a nadie, más que al piano. Durante años, pude contrarrestar el dolor o la incomodidad con destreza y coordinación. Mis dedos eran extraordinariamente buenos antes de convertirse en extraordinariamente torpes.
En 1991, durante una sesión de arteterapia en la Conferencia sobre Artritis juvenil de la Arthritis Foundation, un equipo de sonido portátil que estaba en una esquina reproducía una emisora de música clásica, y me llamó la atención una pieza de piano. Nunca la había escuchado antes, pero enseguida me encantó. Al final de la pieza, el locutor dijo que era la Sonata en si bemol, D. 960 de Schubert. Compré la partitura de la sonata tan pronto como regresé. En los años siguientes, la sonata en si bemol se convirtió en mi obsesión.
Después de más de veinte años, me he convertido en la adulta que nunca imaginé ser. Vivo en una pequeña casa de estuco en el desierto, a miles de kilómetros de mi ciudad natal, Maryland. Mi cuerpo está lleno de cicatrices de los reemplazos articulares que me dijeron que eran inevitables. Pero me va bien.
Y tengo mi piano. Tras alquilar un pequeño piano vertical por varios años, contraté a una empresa de mudanzas para que me trajera el piano que mi abuela y mis padres me compraron cuando tenía dieciséis años, el Kawai. Mi madre le tomó fotos durante su estancia en Maryland, mientras le desatornillaban las patas, lo ponían de lado, y lo envolvían con mantas y correas. Mandó por correo cajas con las partituras de mi piano, y llegaron primero que el piano. Rebusqué entre las cajas un libro rojo en concreto, bastante deteriorado. Sabía lo que tocaría primero.
Por dos largas semanas el piano estuvo desaparecido, en un camión en medio del campo; luego, apareció. Cuando los de la mudanza se fueron, levanté la tapa y comencé a tocar Chopin, la marcha fúnebre que, cuando era una prometedora pianista adolescente hace tantos años, aún no había sentido tanta tristeza como para tocarla.
La elegí y, al principio, leí despacio; entonces, me di cuenta de que mis manos, que habían pasado por tantas cosas, aún la conocían. Mis dedos sabían dónde buscar las notas, aunque ya no podían alcanzarlas. Mis tendones, que estaban cortados y cosidos desde casi diez años antes, hacían su parte.
Cuando mis dedos se reencuentran con el piano, enseguida claman por Schubert. La Sonata, la pieza musical que más me gusta. Quizás haya una razón por la que esta sonata me cautivó cuando la escuché por primera vez en aquella conferencia hace más de veinte años, cuando aún soñaba con convertirme en una pianista clásica.
Si voy a vivir con artritis, me alegra mucho que el piano haya sido mi acompañante. Creo que el concertista Byron Janis se refería a los músculos y los tendones cuando lo citaron en Arthritis Today en 2010, donde dijo que «el piano es bueno para la artritis». Puede que el piano haya sido muy perjudicial para mi artritis. El exceso de práctica, cuatro horas al día, posiblemente provocó la rotura de mis tendones antes de tiempo; pero pienso que esos tendones, que ya eran frágiles a causa de la inflamación, al final terminarían rotos. Creo que el piano ha mantenido mis manos con artritis más fuertes y móviles que cualquier otra cosa. Además, el piano ha sido bueno para la artritis en un sentido más importante: el piano me ha dado un objetivo que alcanzar con mis manos artríticas, un motivo para no renunciar a mis dedos. Sin mis cinco años de ventaja, sin mi memoria muscular como pianista, probablemente me habría resignado a las únicas expectativas que da el fisioterapeuta en caso de manos enfermas como las mías: agarrar un bolígrafo o abotonar una camisa.
La música ha mejorado mi vida con artritis. Y quizás soy mejor artista de lo que era o habría sido, pero no a pesar de la artritis, sino a causa de ella. Quizá es necesario tener cicatrices para tocar correctamente a Schubert y Chopin. Quizá aquel juez, que hace mucho tiempo me dijo que no tenía edad para tocar la marcha fúnebre, tenía razón.
En mi primer semestre en la universidad, mi profesora, una poetisa llamada Catherine Hammond, escribió una nota al pie de mi primer ensayo, en el que narraba mi fracaso en el examen de piano:«Si llevas este tipo de música dentro, tu tarea será encontrar la manera. Puede que sea a través de la escritura».
No he dejado la música, pero reconozco que habrá épocas en mi vida en los que no pueda tocar el piano. Los momentos de silencio (su duración, su frecuencia, su peso) son los que dan sentido a los sonidos.
Tal vez no sea la pianista que deseaba ser, pero he encontrado mi voz. Supongo que, después de todo, soy compositora.
Extracto de «Sonata: A Memoir of Pain and the Piano», por Andrea Avery. Publicado por Pegasus Books, ©Andrea Avery. Reproducido con el permiso de la editorial. Todos los derechos reservados.
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